28 de abril de 2021
OPINION
Los siete pecados capitales de la pandemia
El número de fallecidos volvió a pasar la barrera de los 500 y la preocupación se adueña de la dirigencia. También parece preocupada la población. Sin embargo, no se cumplen ni las reglas ni los controles, y la dirigencia se mueve temerosa por la consecuencia electoral que puedan tener las medidas. Será muy difícil salir de la crisis
Por Hernán Sánchez
Secretario de redacción La Tecla
La ira
Presa de una grieta política que bordea los extremos de la irracionalidad, y molesta por el largo confinamiento de 2020, la sociedad argentina reacciona con ira ante casi todo; midiendo cada paso y cada opinión en torno de un fanatismo que atenta contra el raciocinio e incluso contra las conclusiones científicas.
Hay sobradas razones para el enojo: Se pavoneó el Gobierno el año pasado con la resistencia que el sistema de salud le opuso a la amenaza del colapso, pero faltó ver lo que venía y ahora se le dice a la gente, encerrada durante casi un año, que las camas están por acabarse. Se prometió, sin la seguridad que se le requiere a la máxima autoridad del Estado, un plan ejemplar de vacunación; y si la vacuna alguna vez fue noticia tuvo que ver con privilegios y no con el éxito de compras o aplicaciones. Para colmo, la economía va de mal en peor, la inflación consume a la clase media e incrementa el número de pobres e indigentes, y la situación sanitaria vaticina un agravamiento de la situación.
Es comprensible que haya enojo y malestar, pero la ira ciega, desenfoca, hace cometer errores. Por eso, más allá de las broncas de los ciudadanos de a pie, es contraproducente y preocupante que quienes deben tomar decisiones se dejen ganar por emociones basadas en sentimientos negativos.
La lujuria
Las fiestas clandestinas pueden ser la expresión más cabal de una desobediencia social de infantil rebeldía; una lujuriosa reacción a la restricción de la nocturnidad, que también funciona como chivo expiatorio del descontrol generalizado que se esconde bajo aparentes mantos de legalidad.
El hombre sentado en un abarrotado bar de Palermo que habla por televisión sin barbijo, y se queja de la gran circulación de gente, parece extraído de una exquisita escena del ridículo pensada por Woody Allen. Expresa descarnadamente una realidad sobre la cual parece imposible luchar: las reglas están para que las cumplan los demás.
En la herejía de la necesidad, quienes protestaron en la tarde de este martes frente al ministerio de Desarrollo Social de la Nación dejaron de respetar cualquier recomendación sanitaria básica, como el distanciamiento social y el tapabocas. Para ellos hay una urgencia mayor a la del propio cuidado personal, y las autoridades están convocadas no solo a resolver ese problema, sino también a evitar que esas manifestaciones se produzcan cuando la certeza es contundente: la cercanía sin protección potencia los contagios.
Ante ello, queda desnuda la falta de operatividad de los controles. El Presidente, que se enojó porque ni en la Provincia ni en la Ciudad se ejercía el poder de policía para hacer cumplir los protocolos, debió ver cómo durante horas nadie intentó disuadir a los manifestantes, ni las fuerzas de seguridad de la Ciudad ni las Fuerzas Federales que envió al AMBA con la esperanza de bajar la circulación. Tampoco las vio, ni él ni nadie, operando sobre las sobrecargadas autopistas que dan entrada y salida a la Capital Federal. Sólo se han visto imágenes de efectivos bajando de un colectivo por la fuerza a alguna madre que, sin ser esencial, se trasladaba en el Conurbano.
La pereza
En el mar de la anomia navegan la sociedad y la dirigencia, sin distinción de márgenes de la grieta. La velocidad de multiplicación del virus es perseguida con lentitud por las acciones, que en otro momento supieron ser, incluso, más rápidas y hasta sobreenvueltadas, en el intento de ganarle al menos algún tramo de la carrera a la pandemia.
Desde la Provincia de Buenos Aires se pide una mayor restricción a la circulación y se sugiere un cierre total por 15 días. Pero el gobierno bonaerense tiene todas las facultades, delegadas en el decreto presidencial, para poder avanzar en restricciones per se. No lo hace con la válida excusa de que si la Ciudad de Buenos Aires no avanza en el mismo sentido las medidas carecen de efectividad.
En tanto, Horacio Rodríguez Larreta, obligado por su partido a marcar diferencias en el trazado dictado por Nación, esconde públicamente una preocupación que lo carcome. El colapso del sistema sanitario de la Ciudad sería un gancho al mentón en su aspiración política, y medidas más restrictivas que las emanadas desde la Casa Rosada lo alejan de su propio electorado. Por eso apuesta a que la obligación de un mayor cierre recaiga solamente en el Presidente.
La avaricia
Postergadas o no, las elecciones legislativas de este año exacerban el egoísmo político. La avaricia por conservar el poder de unos y por reconquistarlo de otros obtura acuerdos, y atenta contra la aplicación de medidas consensuadas que lleguen a la sociedad como un paquete armónico, donde toda la dirigencia se muestre con el saco de la responsabilidad por encima de la raída remera de la apetencia personal.
En este aspecto, aquellos con responsabilidades de gestión, ya sean ejecutivas o legislativas, deben moverse con otra lógica a la de quienes deambulan en la libertad de no pagar costos por sus críticas o acciones. En el momento más tenso entre la Ciudad y el gobierno central los teléfonos igual se mantuvieron activos. En medio de las despiadadas críticas de Axel Kicillof al Jefe de Gobierno porteño, los ministros de Salud de ambas jurisdicciones sostuvieron el diálogo. Un bálsamo ante tanto desaguisado de declaraciones y acusaciones.
¿Se extralimitó el Jefe de Gabinete de la Nación, Santiago Cafiero, al afirmar que la oposición “encuentra motivos para celebrar en la cantidad de muertos”? En la buena práctica de la convivencia democrática es, a todas luces, un exceso. En el escenario político argentino aparece como una chicana más. Y, lamentablemente, justificada en incomprensibles dichos y actitudes de personalidades de la oposición incapaces de disimular la satisfacción que les provoca cada traspié del Gobierno; aun cuando haya vidas en juego.
La avaricia puede llevar a que una de las principales dirigentes de la oposición aparezca frente a la casa donde reside el Presidente de la Nación, cacerola en mano, exigiendo una libertad mayor a la que le permite sostener una acción cuasi golpista ante la institucionalidad democrática que representa el Jefe de Estado. Las cacerolas en la Argentina son sinónimo de falta de reconocimiento y apoyo hacia quien gobierna.
La soberbia
El pecado capital más fácil de identificar entre la dirigencia argentina es la soberbia. Claro, la acción política emana de una sociedad que hace también gala de ese defecto de todología compulsiva, y que se cree inmune a todo hasta que la realidad deja de ser una ola, se convierte un tsunami, y se le reclama al Estado un muro de contención que, a esa altura, es casi imposible construir.
Cuando se quiere arrollar a cualquier oposición ideológica se cae en sus garras y se escala sobre sus paredes hasta llegar a una cornisa donde es fácil caer al precipicio pero difícil volver sobre la senda recorrida. En esa pirámide entraron los tres principales gobiernos del país en torno a la discusión por las clases presenciales. Todavía, a escasos días de vencer el decreto que suspendió la ida a las escuelas por dos semanas en el AMBA se discute sobre lo teórico y no se actúa sobre lo práctico.
La envidia
Siempre se le criticó a Alberto Fernández entrar en confusas - y muchas veces mal dateadas- comparaciones con otros países del mundo, incluso con aquellos que figuran al tope en el nivel de satisfacción de su sociedad. Ahora, la Argentina aparece con índices altos de muertes y contagios y con un bajo promedio de vacunados frente a la población general.
En el glaciar de los números el país aparece en la parte sumergida y nada hace prever un cambio en el corto y mediano plazo. Entre la soberbia de confiar solamente en un par de convenios para la provisión de vacunas y la carencia en el mundo de las dosis de inmunización, es fácil caer en la envidia que provocan datos exportados desde otras latitudes. Aquellos países que en el inicio de la pesadilla aparecían como los cucos, hoy ven otra luz cuando el subdesarrollo permanece bajo sombras de dudas, incertidumbre y angustia.
La gula
Familiar de la avaricia, la gula es hermana del egoísmo, otra de las características que suele trazar los sentimientos de una buena parte de la dirigencia, donde el yo manda por sobre el nosotros, y reina por sobre el todos. Pero no solo es un pecado capital en el que suele incurrir la política y sus derivados.
Es el pecado capital del cual no pueden huir los empresarios que marcan el ritmo de la economía, aquellos que se hacen los distraídos y se sirven de un escenario macro donde ganan pocos y pierde por goleada la mayoría. Un apetito desmedido que quiere devorar demás, sin tener en cuenta que si siguen así la mesa se va a quedar sin quien la sirva y sin qué ponerle encima.
De ese ámbito no pueden quedar exentos los medios masivos de comunicación, que en su afán de sostener la grieta política suman confusión y contradicción minuto a minuto. Otra vez, de uno y de otro lado de la grieta.
Son los pecados de una pandemia que nos tiene a todos alterados. Son los pecados que nos acercan al infierno.